IIF – 83. The Last Battle (IV)

IV. PREPARÁNDOSE PARA LA BATALLA

Los días iban pasando. El finde aquel hubo un concierto de unos tal Grained, acompañando a Stonebride. Estos últimos venían de Croacia, y su estilo era algo a mitad de camino entre Sepultura y System of a Down. Muy guapo.

Pero al día siguiente seguí preparándome para la entrevista. Ensayando preguntas y respuestas, para no quedarme en blanco, ni extender mis respuestas más de la cuenta. Practicando ejercicios de relajación, y repasando los entresijos de la programación de microprocesadores a bajo nivel, ya que siempre hay algo que se olvida de no usarlo. Una de las cosas que quería aprender, al menos los fundamentos más básicos, era la programación en C++. Sabiendo C y Java, no sería complicado aprender a hacer cuatro chorradas.

Cuando no tengo tareas para hacer en el trabajo, me pongo a construir herramientas para mejorar los procesos (por ejemplo, hice un programita que buscaba palabras en los ficheros de un programa, más eficiente que la búsqueda de Windows), o a aprender cosas que creo que serán útiles para mi curro; si en el lugar donde estoy no lo aprovechan, peor para ellos. Así que decidí coger un proyecto que había hecho dos años atrás, y reescribir algunos trozos en C++.

Entre diseño de algoritmos, programación y test, me llevó 3 horas. Cuando escribí el programa original, hacer lo mismo me costó una semana de trabajo.

Cuando empecé a hacer el proyecto original, mi jefe me pidió que utilizara cierto lenguaje de programación, que no mencionaré aquí. En ese lenguaje, los algoritmos no se representan con palabras, sino mediante dibujitos que recuerdan a circuitos electrónicos. Cuando el programa se complica, el dibujo parece que lo haya diseñado Satán, y modificarlo o corregirlo, es una tortura.

De esto me di cuenta cuando llevaba unos pocos días con el proyecto. Le recomendé encarecidamente a mi jefe hacerlo en C++ (entonces tampoco sabía, pero podía aprender mientras hacía el programa, y diseñar los algoritmos de una forma más racional). Y como esto chocaba con la idea personal de mi jefe, no me dejó hacerlo. A pesar de que iba a meterme por un camino largo, lento, y muy doloroso.

El proyecto podía haberse hecho en dos meses, haber sido súper-interesante, fácil, y muy fácil de ampliar y modificar, ya que la mayor parte del programa se podía reutilizar en cada ampliación. Y con reutilizar no me refiero a copiar y pegar. Sino que literalmente le digo al ordenador: “Esto funciona exactamente igual, pero pintado de verde”. Y ya está. ¿A que mola?

Pues bien… el proyecto no duró dos meses, sino más de cinco. Cada vez que había que cambiar algo, era un dolor de huevos terrible. Algunas funcionalidades no las llegué a añadir por imposibles, o porque eran tan retorcidas para mí como programador, y para el que tuviera que usar el programa, que decidí eliminarlas antes de que las vieran (pese a haberme estrujado mucho la cabeza hasta encontrar una forma de que aquello funcionara). Y el resto era ineficiente, lento, y lleno de workarounds (chapucillas, rodeos sobre la forma “ortodoxa” de hacerlo) para que las cosas salieran como se esperaba.

Ah, y tampoco se podía reutilizar nada del código ya escrito: intentar hacerlo producía errores estúpidos, derivados de un mal diseño del lenguaje de programación que me vi obligado a utilizar. No poder reutilizar partes ya escritas del programa es como tener que sacarse un carnet de conducir para cada marca de coche y modelo.

Llegó un momento en que, cuando llegaba al curro por las mañanas, me temblaban las piernas, y me entraban ganas de llorar, y de morirme, con tal de no tener que entrar a enfrentarme al monstruo en que se había convertido el programa de los cojones. Apenas medio año después empezaron mis problemas de estómago… que sigo teniendo dos años después.

Sólo por esto debería haberme ido antes del curro. Ya no por mi vida personal o profesional, sino por mi propia salud.

NOTA A POSTERIORI. Ya han pasado casi 3 años desde que empezaron las dolencias; ahora parece que empiezan a remitir lentamente.

Martes, 12 de Abril de 2016. Hora de la comida. Durante la comida, la gente habla dialecto. Aunque en los casi cinco años que llevo aquí he logrado entender cosas sueltas, no llego a interpretar suficientes palabras de cada frase como para saber de qué tema están hablando. Por lo que pude suponer, era un tema que daba pie al interrogatorio al que me sometieron después dos compañeros.

Me preguntaron cómo iba la economía española, cómo son las conexiones entre ciudades grandes (en Alemania, una Großstadt o ciudad grande es aquella que tiene más de 100.000 habitantes), si yo echaba de menos el contacto con paisanos o vivir en un sitio con una proporción equilibrada hombres/mujeres (estas dos últimas cosas no se dan en Ilmenau ni alrededores)… todas aquellas preguntas eran tangentes al tema que yo tenía en la cabeza en aquellos momentos.

Al menos un compañero de trabajo, y un par de amigos cercanos, saben que ahora mismo (o en una semana) podría tener pie y medio en Logroño. Mi compañero de curro lo sabe porque yo sé también cosas suyas, es una forma de hacer un pacto de “no nos vamos a tocar los huevos”. ¿Era pura casualidad lo que estaban hablando durante la comida, y que yo no entendí, y lo mezclé con mis pensamientos personales? ¿O se habrá ido alguien de la lengua?

Desde luego, la mejor forma de mantener un secreto, es no contarlo. Si bien yo prefiero el método de Meñique, el pérfido personaje de Canción de Hielo y Fuego / Juego de Tronos: “Una bolsa de oro compra el silencio de un hombre por un tiempo; una saeta en el corazón lo compra para siempre”.

En cualquier caso, logré dominar mis nervios y mantener ocultas mis intenciones. Lo de dominar los nervios me hará mucha falta este viernes.

BARVADER ‘16

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