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IIF — 101. Còlofon (epílogo)

16/10/2018

Imagino que no seré el único individuo del mundo que se ha leído dos veces el mismo libro. Si bien por desgracia hay gente que, pudiendo, no ha leído nunca. Pero no haré escarnio de ellos aquí: bastante tienen con lo suyo.

Cuando te lees un libro más de 15 veces -por ejemplo, El Hobbit-, te dedicas más a los detalles. Incluso lo analizas, pues ya te sabes la historia de memoria. Pero vayamos al otro extremo: un libro que te lees sólo dos veces. A ser posible, uno cargado de intriga. La primera vez que lo lees, te elaboras tus teorías sobre quién es el malo, y por qué, o sobre cómo acaba el libro. A la segunda, ya sabes cómo termina la historia. Entonces, lo lees con otros ojos. Te fijas más en cada frase del malo, o en los detalles que a posteriori serían clave. Incluso puede cambiar tu opinión sobre algunos pasajes, otrora aburridos e irrelevantes.

Pues bien… lo mismo pasa cuando escribes una historia conociendo su desenlace, y dejando pasar un tiempo para digerirlo todo. Saber lo que viene a continuación no cambia los recuerdos, pero sí cómo los valoras. Ves que algunas cosas no eran tan bonitas como parecían (por ejemplo, recordaba lo ilusionado que llegué a Mellenbach, y lo ilusionado que asumí mi nuevo puesto como programador… y lo mal que lo llegué a pasar en ambos casos). Otras partes de la historia se ven con una cierta melancolía… y sin embargo, los momentos clave se reviven, incluso vuelves a sentir el mismo subidón… aderezado con el hecho de saber a qué te llevó aquello.

Con todo esto quiero decir que no veía de la misma forma los capítulos finales de la aventura cuando los escribí, muchos meses después, que cuando los estaba viviendo. Igualmente, me ha costado mucho escribir este epílogo a las aventuras alemanas… e incluso me ha costado una barbaridad animarme a escribir la continuación de Logroño. A pesar de que muchos capítulos, cuando los escriba, serán un spoiler para mí mismo. Y para gran parte de mis lectores. O tal vez por eso mismo…

De todas formas, los escribiré. Con otras palabras y otra perspectiva, diferentes a como habrían sido si lo hubiera escrito todo según ocurría. Y sin embargo, lo haré. He estado mucho tiempo sin escribir, y no quiero perder la costumbre. Eso sí, sin agobios: ya iré publicando según tenga tiempo y ganas.

Hechos los pertinentes avisos, continuemos, pues 🙂

* * *

Durante casi cinco años, mi casa había sido Alemania. Había hecho incontables viajes de ida a España. A la vuelta, cuando pasaba el arco del aeropuerto, o subía al tren que me llevaría a otra ciudad para volar desde allí, me cambiaba el chip. Se me iba la nostalgia por el tiempo compartido con mis familiares y amigos, y me centraba en lo que tenía por delante: un viaje de varias horas, sin miedo pero sin bajar la guardia, preparado para resolver imprevistos y hablar cualquier idioma.

Pues bien… al poco de arrancar el coche, se me secaron las lágrimas. Echaría de menos a la gente, pero conocería a otra. Y antes de ello, tendría que centrarme en la carretera, ya que esta vez no había avión. Fuimos hacia la gasolinera a repostar. Luego saldríamos en dirección Sur-Suroeste para ir hacia Stuttgart. De ahí a Freiburg, y luego atravesaríamos Francia en diagonal, para entrar por Euskadi. Nos esperaban por delante unos 1800 km. Aparte, mi padre y mi tío seguirían unos cuantos kilómetros más.

Hacer un balance de estos años tan intensos -a pesar de todo- en unas pocas líneas es complicadillo. No obstante, lo he hecho mil veces, cada vez que me encuentro con gente que no he visto en mucho tiempo XD

El 14 de octubre de 2011, cogí un avión de Valencia a Erfurt, pasando por Mallorca, para empezar a trabajar el lunes 17. Había firmado un contrato de un año, con “permanencia” de tres, como ingeniero de electrónica. El puesto de trabajo estaba en un pueblecito perdido de Alemania del Este, a unos 70 km de Erfurt, la ciudad más cercana.

Los primeros meses fueron de formación de currito, para aprender a soldar, montar y desmontar cacharritos, etc. Me costó encontrar casa, y pronto me cansé de la tranquilidad del pueblo. De vez en cuando había fiestecillas, pero eran muy perjudiciales para mi hígado, y encima no entendía el dialecto vil de la zona.

A los pocos meses me di cuenta de cómo era mi jefe, y más que respetarlo, le temía. Mucho. Siendo objetivos: es un tío que podía pasar de venir afable y cantando, o haciendo bromas, a echarte una bronca monumental, con amenazas de conversación privada en su despacho e insinuaciones de despido. Los cambios de humor eran en ambos sentidos, y totalmente repentinos. No se puede tratar con un tipo así.

Poco a poco fueron dándose cambios positivos en mi vida. En una escapada a Dresden vi carteles de conciertos, estuve en bares jevis… de ahí surgió la idea de hacerme un calendario de conciertos. Escaparme cada pocas semanas para visitar una gran ciudad, ver caras nuevas, y disfrutar de conciertos cañeros, me daba vidilla. Y mil aventuras para escribir XD

Por no hablar que por fin podía entender a los alemanes que hablan “como toca”, y que hasta podía conocer chicas. Yo siempre he sido nulo a la hora de conquistar mujeres, pero si no había ninguna, tanto me daba ser Casanova. En todas las zonas rurales de la antigua Alemania del Este hay al menos un 60% de hombres. En casos extremos se llega al 75%. Como ellas son más decididas que nosotros, muchas emigran al Oeste, donde hay mejores oportunidades y mayor calidad de vida.

Con el tiempo, el jefe se cambió de curro, ya que su mujer estaba a 350 km, y el tipo llevaba mucha ansiedad con tanto viajecito. Además, poco después cumplí un año en la empresa, y me hicieron indefinido. Había logrado mi objetivo de conservar el trabajo -pese a las amenazas del jefe-; temía que al no lograrlo, se me cerraran las puertas también en Alemania.

Poco después me compré mi primer coche. Con el tiempo tendría también mis primeras experiencias con el hielo y la niebla. Pero a corto plazo, mejoró mucho mi vida: ahora ya podía ir a varios supermercados a comprar (el más cercano estaba a 6 km; la tiendecita del pueblo tenía pocas cosas, y caducadas). Poco a poco fui haciéndome un cocinillas, al contar con más ingredientes.

Lo siguiente fue la dimisión del único programador que teníamos. Mis compañeros estaban muy especializados en hardware, y apenas sabían programar, mientras que yo era más todo-terreno. Así que me asignaron el puesto. Me costó tres semanas hacer que parpadeara un LED. Suele ser lo primero que tienes que intentar cuando trabajas con un circuito nuevo. Parece lo más sencillo, pero el comienzo es lo más difícil: todo es nuevo. Además, lo poco que sabía yo del tema lo había visto diez años atrás en la Universidad.

Aprendí, mejoré, y llegué a sentirme muy realizado en mi curro. Ya sólo quedaba mejorar mi vida social. Teniendo coche, podía mudarme a Ilmenau, una pequeña ciudad de 25-30.000 habitantes con una mini-universidad, y muchas más opciones para el tiempo libre, a 22 km del curro. Al poco de mudarme, conocí peña, e incluso empecé a salir con una chica. Era maja, con carácter, cariñosa… y una bestia parda en la cama. En apenas un año, todos los aspectos de mi vida habían cambiado radicalmente 🙂

Y pocos meses después se volvió a girar la tortilla. La relación se acabó. Algunas de las personas que me rodeaban resultaron ser tóxicas. Y el trabajo se convirtió en una pesadilla. Empecé a perder toda mi autoestima, la confianza en mí mismo, y a sufrir de los nervios. El cuerpo me dio varios avisos que no supe escuchar, y al final petó. A horas de escribir estas líneas, hace dos años que volví de Alemania, y mi estómago aún no se ha recuperado del todo. Aunque estoy mucho mejor 🙂

Tardé mucho tiempo en recuperar (al menos, en parte) esa confianza y esa autoestima, y en comprender que estar en un sitio muchísimo mejor era posible y sólo dependía de mí mismo, no de los que me rodeaban. Y justo cuando me decidí a dar el paso, una visita a una feria de muestras me hizo abrir los ojos del todo. Ya no había vuelta atrás. Tal vez nunca la hubo.

Aunque mi estancia en Alemania no ha sido precisamente un paseo en barca, también es verdad que aquí he tenido cosas que en España, antes de emigrar, me parecían imposibles: vivir independiente de mis padres, comprarme un coche, y hacerme un curriculum que ahora me permitirá las posibilidades que entonces me fueron negadas. Aunque para ello haya tenido que irme a la almorrana del ojete del mundo en este país. Muchas veces envidié a otros españoles, que tenían curros guays en grandes ciudades.

Ahora el viaje termina. O continúa. Sea como fuere, es hora de un nuevo comienzo. Cambian totalmente el escenario y las reglas del juego.

Juguemos, pues.

BARVADER ‘18

PD. Como siempre, parafraseando a Gandalf, “podía haber sido mucho peor. Y sin embargo, también podía haber sido mucho mejor”.